Despidámonos del Mercado de la Cebada en La Latina y soportemos el falso abrazo de la mediocridad. Parece que hay que destruir rápido y consumir, así como evitar que pensemos en el poco tiempo que nos dan. Éste es un triste alegato en favor de lo viejo pero bueno: dos adjetivos que, aunque hoy ya no se vean habitualmente de la mano, hacen muy pero que muy buena pareja.
“No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve v. m. -dijo- esta ropilla; pues primero fue gregüescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines; primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y después de todo, los aprovechamos para papel, y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que, de incurables, los he visto hacer revivir con semejantes medicamentos. (…) Quien ve estas botas mías, ¿cómo pensará que andan caballeras en las piernas en pelo, sin media ni otra cosa? Y quien viere este cuello, ¿por qué ha de pensar que no tengo camisa?. Pues todo esto le puede faltar a un caballero, señor licenciado, pero cuello abierto y almidonado, no.”
Estos dos maravillosos pasajes pertenecen a La Vida del Buscón. En ellos la crítica y la sátira acerca de la miseria de los hidalgos de la época alcanza lo sublime, hasta tal punto de que puede hacernos pensar si no existe posibilidad de aprender algo útil de aquellos dramas y aquel hambre. No cabían en la España de aquellos años las frivolidades y la vulgaridad que hoy nos acechan en cada esquina. Quizás el paralelismo es tan claro que cuesta aceptarlo y duele más aún asimilar que a lo mejor necesitamos remendar más y comprar menos. Si un cuello no implica una camisa debajo, más que nada porque no hay dinero para la misma, ¿por qué entonces emplear más de 28 millones de euros (1), de los cuales no se dispone, en volver a construir un nuevo Mercado de la Cebada, uno más de tantos que la ciudad lleva viendo en este lugar desde el siglo XV, cuando ya se tiene uno en pie?.
De este tema se han escrito ríos de tinta: unos por la privatización, otros por el proyecto, otros por el dinero y los menos por el latrocinio del uso del espacio para actividades que trascienden las de mercado. Sin embargo no hemos oído apenas nada del gusto, de la moda o de “que ya es algo viejo”. Frases que cimientan las sabias opiniones de nuestros gobernantes, y que son de dominio público, pero tan fútiles que no hay que molestarse en que aparezcan en la prensa, no sea que se destape esta rampante indigencia cultural que nos asola. Hay que hacer un mercado nuevo, y punto. Lo dice todo el mundo. La rehabilitación, la restauración o la transformación orientada quedan fuera del juego. ¿Por no ser las más adecuadas en este caso?, ¿por no disponer de una tecnología suficiente o por ser ésta demasiado cara?, ¿por existir quizá condicionantes que las hagan inviables?. Simplemente -y vamos a aclarar de antemano que la siguiente afirmación es puro prejuicio- porque no creemos que ni la mitad de los arquitectos de esta ciudad sepan la diferencia entre restauración y rehabilitación. Conque imaginemos la opinión crítica de los ciudadanos, representados por estos hiperpreparados ediles que ni siquiera se molestan en plantear tan interesantes posibilidades, más que nada porque probablemente ignoran que existen.
En “El Pintor de la Vida Moderna”, Baudelaire afirmaba: “para que toda modernidad sea digna de convertirse en antigüedad, es preciso que sea extraída de ella la belleza misteriosa que la vida humana invariablemente aporta”. Pero, ¿cómo permitir a un edificio envejecer con elegancia si antes de que tal cosa comience a ocurrir ya estamos pensando en cómo sustituirlo?. No nos sorprendamos, es la actitud del mundo en que vivimos. Cambie usted ahora lo que ya ha pasado de moda. Aunque funcione, aunque sirva, aunque tenga un diseño digno y trabajado. No importa, mientras hablamos ya ha envejecido y debe ser sustituido. No lo piense. Simplemente tire, cambie y consuma.
Cotidianamente ocurre con prendas, accesorios o muebles, aunque preocupante es que el grado de facilidad con la que una persona cambia los objetos que le rodean sea proporcional a su poder adquisitivo. En el mundo informático la “actualización” es casi un pasaporte. Que uno desee poseer algo de la marca Apple no quiere decir que se vaya a conformar con un amarillento Mackintosh de disquetera blanda, y sin embargo esa misma persona no cogerá un bolígrafo Bic como si fuera una pieza de museo aunque sea un objeto que ya llevaba 26 años en el mercado cuando Jobs aún se debatía entre el retiro espiritual o ayudar a su amigo a terminar su ordenador. ¿Y los edificios?. Los edificios son objetos lentos en todo, ballenas de acero y hormigón a los que les cuesta nacer, que crecen lentos y que si están bien construidos no se deterioran con facilidad. Si su vida parece ser eterna ya de por sí, ¿por qué truncarla entonces en pocas semanas?. ¿Por qué destruirla para levantar algo que responda simplemente a las modas de las revistas de este año?. Dentro de una década o dos, antes incluso de que los seguros y las obligaciones de responsabilidad hayan expirado, puede que veamos el nuevo mercado como una pieza de museo, como vemos hoy al Mackintosh, pero ¿querremos destruirlo de nuevo y gastarnos otros 28 millones de euros que quizás acabemos pagando en pesetas, simplemente porque sea viejo?.
En la publicación del Ayuntamiento, cuyas imágenes promocionales se muestran encima, se habla de la -ya maldita y desgastada palabra- “sostenibilidad” [hasta el corrector ortográfico salta como vocablo erróneo]. Una vez más la masa se traga un mensaje que justo expresa lo opuesto a los hechos, y sigue tragando toneladas de eslóganes, propaganda electoral y publicidad comercial con el interruptor del pensamiento apagado. No haría ningún mal bien aprender de una vez que lo más caro y lo menos sostenible es descartar la rehabilitación y la reutilización de un equipamiento como este mercado que recientemente ha cumplido 50 años de vida [mi madre tiene aún más y mi abuelo justo el doble] para su sustitución por otro “más moderno”, “mejor” y “más a la moda”.
Y es que esta actitud no es nueva. No pertenece al siglo XIX, ni al XX ni al XXI, ni siquiera a las épocas cuando éstas son doradas o miserables. Pertenece esta actitud al inculto gobernante que siempre deseó destinar ingentes cantidades de dinero público para levantar una grande y cara frivolidad que haga perdurar -al modo de los faraones- sus años de mandato pero con un terrible epíteto: “a toda costa y a cualquier precio”. Y de paso devolver unos cuantos favores antes del retiro a la empresa privada…
Ya Madrid vivió el mismo episodio en 1956 cuando el concejal franquista Joaquín Campos Pareja ordenó derribar las antiguas y bellas naves de hierro de estilo modernista “a causa de la falta de seguridad estructural”. Hubo el encargo de un informe arquitectónico que hablaba “del buen estado del edificio”, pero seguramente fue convenientemente retirado antes de que se supiera de él.
Y aquel antiguo mercado, del que cualquier ciudad se sentiría hoy orgullosa de mostrar tras una bulliciosa plaza, tuvo el mismo final que parece que van a tener estas bóvedas de hormigón a las que no les queda demasiado tiempo.
Son unas bóvedas baídas de hormigón armado, un tipo estructural difícil de encontrar ya en pie en la Península, con una escala un tanto “majenciana” [reconozco que me acabo de inventar la palabra], un tanto… romana. Los grandes espacios que cubren le hacen sentir a uno que está en un “lugar”, en un sitio concreto, y no bajo los impulsores de aire y los cielorrasos cuadriculados de yeso de un Dia o un Carrefour de cualquier ciudad o de cualquier país. No abogamos por que se deseche el proyecto de centro comercial de Rubio y Álvaerz Sala, solamente que se construya en otro lugar en el que previamente no haya que demoler nada valioso. Creemos que es un buen proyecto aunque la idea principal del proyecto [la entrada curvada a modo de vórtice que une espacio de tránsito exterior con recinto interior] se trata de un recurso que funciona bien para cualquier edificio público, sea un cine, un museo o una galería comercial. Proponemos que se lleve a cabo en otro lugar para no tener que destruir algo -como poco- igual de interesante, como no hace falta quemar un libro cada vez que se decide comprar y leer otro. Son los libros los que hacen la biblioteca, al igual que son los edificios los que hacen la ciudad.
Para terminar y salvando las distancias históricas y arquitectónicas entre ambos edificios, podríamos utilizar para el Mercado de la Cebada las palabras de Carlos I, a la vez de arrepentimiento y de autoexculpación, al contemplar el estado de las obras en el interior de la Mezquita Aljama:
“Habéis destruido lo que era único en el mundo, y habéis puesto en su lugar lo que puede verse en todas partes”.
Pena de sociedad y de país que una y otra vez -no importa el momento histórico- comete el mismo error: se deja deslumbrar por las frívolas baratijas que otros le quieren vender y mientras tanto desconoce, desprecia y destruye los tesoros que ya tiene.
(1) Al ritmo que van las cosas y con los números que el sector de la construcción viene manejando de manera estadística en los últimos años, auguramos que esos 28 millones de euros acabarán conviertiéndose en unos 40. Hay muchas empresas a las que se debe dinero y de este proyecto mucha gente sacará tajada.